¿El fin del campesino?.
Tres realidades contrastantes parecen
anunciar el fin del campesinado en el mundo, esa clase excéntrica que se
resiste a desaparecer desde el siglo pasado. En España y Argentina han sido
borrados del mapa agrícola, mientras que en el México profundo resiste en medio
de los entramados de las políticas neoliberales (mercado de tierras,
neoextractivismo, etc) que parecen afianzarse en el medio rural.
Las siguientes líneas dan cuenta de la
transformación del mundo campesino y rural en dos países de América Latina y
uno de Europa. El texto es resultado de observaciones e interrogantes
personales realizadas sobre los campesinos durante estancias cortas en estos
países.
El nuevo campesino.
En 1971, el antropólogo Erick R. Wolf definió a los campesinos como productores
agrícolas que ejercen control efectivo sobre la tierra y se dedican a la
agricultura como un medio de vida, no como un negocio para obtener beneficio a
su casa, es decir, a diferencia del obrero, no ofrece al mercado su fuerza de
trabajo sino los frutos de su labor sobre la tierra, o bien, como sugirió
Arturo Warman en 1972, el “ser campesino”
vas más allá del hombre vinculado a la tierra y a la subsistencia, pues
“implica un red de datos concretos configuradas alrededor de un sistema de
relaciones en condiciones de gran diversidad”.
Un par de década después de estas definiciones “románticas” del ser
campesino se asiste a su transformación histórica. Hoy no podemos hablar de un
campesino en estricto sentido pues la agricultura ha dejado de ser el eje de la
economía de las familias del campo al hacerse de recursos para vivir de una
combinación de actividades variadas, es decir, diversifican sus ingresos
mediante actividades no necesariamente agrícolas, de ahí que se hable de la
ruptura clásica del concepto “campesino” para hablar de un nuevo campesino
heterogéneo, donde lo fundamental es reconocerse como tal para afirmar una
específica socialidad como sujetos colectivos y como una nueva clase excéntrica
según plantea Armando Bartra en "Tiempos de mitos y carnaval” (Editorial
Itaca,2011).
Desde el siglo XIX, Carlos Marx
anunció la transformación del campesinado hacia una clase asalariada como
resultado del acrecentamiento de las grandes explotaciones agrarias y la
industrialización de los países que inevitablemente llevarían a la
proletarización de las masas. Ciertamente, esto parece cumplirse parcialmente
en dos de los países observados: España y Argentina.
Por eso hoy, podemos encontrar a campesinos que ofrecen su mano de obra
en las grandes urbes como jornaleros a tiempo parcial en las agroindustrias o
bien campesinos arrendando sus propias tierras para la ganadería o como sujetos
que aspiran a obtener un pedazo de tierras (El Movimiento de los Trabajadores
Rurales sin Tierras (MST) en Brasil y la
del pueblo Mapuche en Argentina, son ejemplo de ellos)
La desaparición del campesino
En España la dinámica de la transformación del campesino ocurrió a
partir de los ajustes estructurales derivado de la integración de la Unión
Europea en que se reflejaron altas tasas de desaparición de explotaciones
agrícolas que impactaron en el despoblamiento de zonas rurales pese a la
implementación de políticas y programas para fijar a la población en el campo. Tan sólo en el decenio 1989-1999,
desaparecieron 500,000 explotaciones, casi tantas veces como en los 27 años
precedentes, mientras que la superficie media por explotación aumentó un 25.4%,
es decir, un proceso de concentración de tierras que se expresó en el incremento
de explotaciones agrarias, sobre todo en superficies mayores a 50 y 100
hectáreas que representaban el 67.7% de las explotaciones españolas y por otro
lado, provocó una alta expansión del arrendamiento de tierras, que dio como
resultado el fin del campesino español.
En Argentina el proceso modernizador
en el agro ha llevado a efecto similar que en España. En Las Pampas, el campesino argentino ha
desaparecido a raíz de la intensificación del monocultivo de la soja (soya) a
gran escala, es decir, el chacarero se ha desvanecido en medio de
transformaciones sociales en la agricultura, dando paso a un nuevo modelo de
desarrollo agrario pampeano basado en el “agribussines” es decir, el agro como negocio
transnacional que obliga a los campesinos a desplazarse a la ciudad como mano
de obra barata o bien como grupo rentista al servicio de las agroindustrias bajo una nueva lógica de relaciones de poder dominada por la clase empresarial
global, según plantean Carla Gras y Valería Hernández en el libro“ El agro como negocio”
(Editorial Biblos, 2013).
En los casos de España y Argentina el
campesino emigró a la ciudad donde encontró seguridad, asistencia social, educación
para sus hijos y sobre todo, ingresos económicos suficientes para adaptarse a
su nuevo entorno. En estos dos países no se habla del campesino sino de un productor
a gran escala con tecnología y capital que despacha en los holdings instalados en la ciudad. En Las Pampas se identifican a
antiguos chacareros que ahora son “rentistas” o bien contratistas para hacer
producir sus antiguas tierras. Pero, ¿Qué pasa en México?.
En México, pareciere ser que el campesino
resiste, permanece y se autodefine como una clase excéntrica aún “como campesinos sin tierras (jornaleros) o
marginados urbanos rurales que aspiran a ser campesinos y han decidido a luchar
por ello, según nos dice Armando Bartra. Quizá, la diferencia es que en nuestro
país, la tierra adquiere un significado cultural profundo. La tierra es la
madre tierra dadora de la vida y la muerte, entonces, abandonar la tierra es el
ocaso, es traicionarse, de ahí que para el campesino mexicano el despojo a su
tierra sea una fatalidad económica y política.
Sin embargo, en el mundo rural la lógica de la producción agrícola a
gran escala, las reformas económicas-agrarias implementadas desde la década de
1990, la hegemonía de Estados Unidos en el mercado de los alimentos y los
precios de los cultivos en el mercado internacional parecen amenazar el mundo
campesino mexicano.
Un estudio realizado por K. Appendini en varios ejidos del centro del
país durante 2008 reveló que como estrategia de adaptación a las constantes
crisis económicas y del campo, los campesinos mexicanos han comenzado a realizar
múltiples actividades para satisfacer necesidades básicas del hogar pues
resulta insuficiente cubrir los gastos familiares con los ingresos agrícolas.
En el ejido Guadalupe Victoria municipio de Chapultenango, población
indígena zoque en el norte de Chiapas, los campesinos abandonaron el cultivo de
maíz y café ante el desplome de los precios en el mercado internacional y el
aumento de los insumos agrícolas. El paisaje de cafetales que dominaba el lugar
hasta el 2005 se transformó en áreas de pastizales para el ganado mientras que
el campesino comenzó a emplearse como
jornalero a tiempo parcial (de martes a viernes) en la agroindustria del
plátano de Teapa Tabasco o bien eventualmente en las obras públicas del
ayuntamiento local o como campesino “pica campo”, es decir, pasó a formar parte
de la clase asalariada pero en condiciones precarias.
La mayor parte de las tierras ejidales de Guadalupe Victoria, que en
muchos casos no rebasan las 10 hectáreas por parcelas, se otorgan en renta para
la introducción de ganado. Un campesino confió que la mayoría de los
ejidatarios no tienen ganado, sino más bien, dan en renta sus tierras a gente
de la cabecera municipal a un costo de 100 a 120 pesos mensuales por cada
cabeza de ganado, según la distancia de la parcela y el tipo de ganado. Un
efecto de la ganaderización de las tierras ejidales, no solo es la instalación
de una oficina para realizar los trámites de marcaje, sino la expulsión de los
jóvenes hacia ciudades como Villahermosa Tabasco o a los polos turísticos como
Cancún Quintana Roo, donde se emplean como mano de obra barata.
De esta manera es que asistimos a la transformación del campesinado, es
decir, su conversión a asalariado al poner su mano de obra en el mercado. ¿Estamos
frente a la lenta desaparición del campesinado en México?.